La marcada tendencia al aprovechamiento de los hábitats subterráneos viene de antaño. En Asturias, por ejemplo, muchas cuevas eran y siguen siendo utilizadas para la maduración del queso azul. Otros usos han sido el cultivo de champiñones o el almacenamiento de vinos u otros licores para su envejecimiento, así como el fundamental de todos: como hábitat en sí mismo, de humanos y no humanos.
No obstante, el uso turístico es el que actualmente está más en boga en casi todos los países y permite un rendimiento económico considerable, no comparable a ninguno de los otros habidos hasta ahora. Pero nada es perfecto, pues se ha demostrado que el turismo mal gestionado, que es lo habitual, pone en serio peligro al entorno en sí mismo, habiendo sido causa en ocasiones de su propio fracaso, aunque ello no se reconozca nunca por parte de los entes ni las administraciones implicados en su gestión. De hecho, el aliciente que se mostraba hace años a la hora de entrar en una cueva era solo y exclusivamente el adentrarse en el interior de la Tierra. Pero eso hoy en día, con tanta información como se dispone en internet, en televisión o en el cine, parece que ya no es suficiente. Ahora los turistas empiezan a exigir calidad dentro de las cuevas y minas visitables por el gran público. Son cada vez más los que descartan algunas falsas excursiones espeleológicas (es turismo puro y duro) a lugares donde las condiciones ambientales no son tan naturales como se les quiere hacer creer o donde los gestores del espacio subterráneo han permitido que el aire, el suelo, el agua y a la propia roca hayan sido castigados con infinidad de prácticas hoy en día obsoletas e injustificadas.
En la gestión de un espacio subterráneo influye un factor esencial, cual es el tipo de recurso que alberga. Si éste tiene un caracter marcadamente ambiental, es evidente que determinadas Administraciones Públicas no permitirán un uso turístico. Pero el que no haya recursos ambientales de consideración y valor no quiere decir que dicho espacio pueda tolerar las visitas sistemáticas. El ejemplo estaría en aquellas cuevas con pinturas rupestres o con yacimientos arqueológicos, donde el uso turístico es prácticamente incompatible, con matices.
Y son precisamente los matices lo que ha traido de cabeza a los defensores y estudiosos de los espacios subterráneos, especialmente para aquellos que quieren divulgar y popularizar sus valores y posibilidades didácticas y científicas. Es extraordinariamente difícil encontrar a dos expertos que opinen exactamente lo mismo a la hora de gestionar una cueva o una mina subteránea. La razón está en que no hay auténticos expertos en hábitats o ambientes subterráneos, pues los especialistas abarcan tanto geólogos (geomorfólogos, paleontólogos, etc.), como biólogos (en especial zoólogos y entomólogos), historiadores, etnógrafos, arqueólogos (incluyendo paleoantropólogos), etc. La lista es elevada y la causa del desacierto en la gestión de la mayoría de los espacios es debida a que suelen participar solo parte de dichos especialistas. Curiosamente, son aquellos espacios sin valor evidente y contrastado donde la gestión se acerta más al óptimo, pero la razón está en la falta del parámetro fundamental: el valor intrínseco del recurso.
Así pues, en sucesivas entradas hablaré de los usos de diversas cuevas y minas que conozco, pero bajo la óptica y el criterio exclusivamente personal, que es, repito, buscar el mejor conocimiento y la divulgación adecuados de estos espacios por los que siento especial debilidad. Y también, cómo no, para crear un debate que considero muy necesario.
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